Eran esos tiempos en que el
Capitalismo no tenía esa forma de enrostrarnos continuamente todo lo que no
teníamos. La publicidad era en blanco y negro y estaba reducida al momento de
prender la tele a esa hora en que a la merienda la llamábamos: tomar la leche.
A pesar de todo mi casa estaba todavía llena de proyectos y la juventud era
algo que se sentía no solo en el cuerpo sino también en las miradas. El sueño
peronista se iba apagando con el principio de la dictadura y en la mesa no se
hablaba de política sino de Perón; que para mí era un señor colgando de un
almanaque viejo.
Lo nuestro eran dos piezas de
ladrillos y una casilla pequeña con baño afuera. Era lo único que yo conocía y
a esa edad los inviernos se olvidaban rápido por lo que sentía que eso me alcanzaba.
El disfrute tenía cara de asado en el
fin de semana, era tener un rato de siesta para descansar, era poder festejar
el cumpleaños de los hijos, algún electrodoméstico o simplemente sumarle
ladrillos a una pared.
Mis hermanos eran adolescentes y trabajaban
en el tambo de Bacino; un tano con fama de amarrete que repartía leche por la
zona arriba de un carro tirado por un petiso blanco. Tenían algún billete en el
bolsillo y el orgullo de sumar para la economía familiar. Los sábados a la
tarde se los veía parados en la vereda de mi casa luciendo sus camisas de
cuello alto y saludando a las chicas que pasaban. Grande fue la alegría cuando
pudieron ahorrar unos pesos y comprar un tocadiscos entre los dos. Era aparato
de madera reluciente con una tapa de plástico duro transparente que parecía de
vidrio. Al costado traía dos parlantes pequeños también de madera con detalles
del lado que salía el sonido, tenía poca potencia, pero la suficiente como para
traer alegría a la casa. La tecnología todavía ni por cerca invadía nuestras
vidas y el aparato más simple irradiaba fascinación; era un espectáculo en vivo
que atraía a los vecinos en nuestra casa sin portón.
¡Escuchen esto! ¡Esto es música! Dijo
y el disco comenzó a girar de forma ondulada ya que estaba doblado. De pronto
de los pequeños parlantes salió la voz ronca del general dando un discurso a la
multitud que se agolpaba adentro de la caja de madera. Mi mamá reía como una
niña al ver la cara de decepción que teníamos. Se lamentó que mi papá estuviera
trabajando en ese horario, les pidió a mis hermanos que se quedaran y mí me paró
delante del tocadiscos. Yo me quedé como hipnotizado mirando como daba vuelta
el disco doblado mientras el discurso terminaba saliendo por la ventana aquel
mediodía.
El fragmento no lo recordaba
exactamente hasta que con los años lo he reencontrado en alguna clase de
historia o en algún festejo peronista. Y cada vez que lo escucho recuerdo a mi
madre en la inauguración de aquel tocadiscos, como si hubiese querido ungir
algo en nosotros aquel día, como un legado sonoro que llevamos desde entonces.
Cada uno recorrió sus gustos
musicales de distinta manera y a mí en particular se me dio por poner, en mi
casa, parlantes por todos lados. Por esas cosas de la vida que es largo y
espinoso contar mis hermanos al poco tiempo se fueron de mi casa y cuando
volvieron los años los habían convertido en dos extraños para mí. No sé qué
tanto ni de qué forma aquellos primeros sonidos del viejo tocadiscos se
hicieron carne en ellos; pero cuando yo voy a las marchas por los motivos que
sean y las multitudes gritan, algo del sonido de aquellos parlantes de madera
invade el ambiente y sigo escuchando al viejo Perón con su vos ronca de abuelo
bueno que me dice “Llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí,
es la palabra del pueblo argentino”.
Ricardo Hernández del libro La palabra como resistencia, relatos en la otra pandemia.
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